En aquel verano todo eran risas y juegos, amigos con
quienes compartir aventuras y sueños, teníamos la mala idea de cazar grillos,
le echábamos agua en sus agujeros y cuando salían los enjaulábamos para
llevarlos a nuestras casas y escucharlos cantar.
Con el tiempo, el canto de estos grillos nos fue
taladrando el cerebro, hasta convertirse en pensamientos estridentes y
convulsivos.
En mi cabeza solo se oían las discusiones de mis padres y
el machacante canto de estos negros bichejos, negros como mi futuro.
En la escuela el maestro enseñándonos cosas que ni el
mismo sabia para que nos iban a servir y yo intentando abrir la jaula de mi
mente, intentando soltar todo ese tronar.
Manuel, ¿por qué escribes con la letra tan pequeñita? Me
pregunta Don José. Es que vi en una película que sé podian detectar los
problemas de la gente a través de la escritura, y es que me siento tan pequeño.
No se lo dije tan solo lo pensé y me encogí de hombros como respuesta.
Mi abuelo ¡que gran hombre!, todo el pueblo lo quería
mucho, si podía hacerte un favor, sin duda te lo hacia. Lo que más me
impresionaba de él era, aparte de su gran estatura, su apabullante silencio,
como todos los de su generación conoció el terror de una guerra, que les tatuó
el miedo en la sangre y el silencio en la boca, ellos educaron a sus hijos en
el respeto, pero también en el miedo, aun nosotros sentimos en nuestras sienes
sus grillos destrozando la comunicación entre generaciones.
Llorando como casi siempre, camino a casa, pesando, - si
estos son amigos que será de mí cuando tenga enemigos. Mi madre, - ¿quien té a
pegado esta vez? y yo mudo como una tumba, - “la madre del perro”, decía
mientras trataba de saber de mis torturadores, y mis grillos me decían, - “no
digas nada que mañana te dan el doble”.
Y así pase mi infancia, no digo que no hubo momentos
buenos, que los hubo, sí, pero pesan tanto los dolorosos, que es difícil
acordarse de ellos. Y así llegamos al final de la E.G.B. Don José, - que
levanten la mano los que van a ir al instituto. Los empollones arriba la mano.
- Que levanten la mano los que van a ir a formación profesional, y todo el
resto, menos uno, arriba la mano. - Manuel ¿y tu? ¿Que vas a hacer?. Me
conformo con sobrevivir, mi respuesta fue encogerme de hombros, menos mal que
no dije nada. Por que me hubiesen llevado al psicólogo, que es a donde fui a
para cuando mi abuela falleció.
Ya Freud lo dijo, todo es por culpa del sexo, me entró
miedo de morirme sin haber culminado ni una sola masturbación y así que me puse
manos a la obra, y fue caer en el abismo de los insomnios y en las idas y
venidas al loquero, que es como llamaban mis grillos al terapeuta psicológico.
“No te metas en camisa de once baras”, me decía
insistentemente mi madre, yo no lo entendí hasta años después, cuando ingrese
por primera vez en el psiquiátrico, cuantas idas y venidas a esa institución,
que lo único que conseguía era que los grillos se distrajesen un rato.
Y en la soledad los grillos se iban haciendo más crueles
hasta el punto de empujarme por tres veces al intento de suicidio, y la muerte
me miraba sonriente, “aun puedes sufrir un poco más, aun no es tu hora”. Que
simpática la muy negra y bastarda.
Nos cambiamos de ciudad, por culpa de la crisis económica
y política. ¡Dios que calor!. ¿Y esos trenes todas las noches?. Tren con
destino a Valencia, tren con destino a Barcelona. Tren con destino al hospital
psiquiátrico, donde te torturaban atándote a la cama, allí conocí el verdadero
significado de la palabra desolación.
Después de mil desengaños amorosos conocí el amor, mi
único amor, fueron años felices, con algún que otro tropezón, seis años y medio
de ternura e ilusión, más la vida como maestra rigurosa que es, quiso enseñarme
una nueva lección, y un 8 de diciembre, tras devolverme el anillo que le había
dado el día anterior, mi amor con un adiós me mató.
Mil trabajos tuve, desde unas pocas horas, hasta un año el
que más duró, aprendí que los compañeros eran solo de cartón, que clase de
gente a tu petición de ayuda te dice. – ya te apañaras. En fin desilusión tras
desilusión no me quedó mas remedio que acogerme a una pensión.
Mientras tanto los grillos seguían entonando su canción y
yo haciendo oídos sordos, seguí navegando por la vida aunque sin timón. A punto
de cumplir 50 años, sobrevivo, que no es poco, como puedo o me dejan, unos días
en la tormenta y otros aguantando el chaparrón.
Manuel Sánchez Diego.